Por Marta Traba, 1971
De todos los movimientos, ya convertidos en “sismos”, que formulan y desarrollan sus proyectos de trabajo en Europa desde fin de siglo a 1940, el arte abstracto aparece hoy día como el más totalizador y ambicioso.
Escribiendo siempre admirablemente, acerca de un mediocre cuadro de Esteve, Pierre Francastel precisa; “El mundo (desde el Renacimiento), fue un espectáculo; ahora se ha convertido en un campo de fuerzas. Las coordenadas del nuevo sistema de signos son los valores íntimos de apreciación”.
De este modo fija la existencia de un campo autónomo, autosuficiente, de la pintura, que ni el cubismo ni el expresionismo ni el surrealismo, para no citar los grupos mayores, fueron capaces de conseguir. Mientras estos ismos seguían enmarcados dentro de la realidad, aunque fuera para modificarle o rechazarla, el arte abstracto fue el único que hizo tabla rasa de ella, expresando así una confianza ilimitada en los poderes de la imaginación. Porque éste es el segundo punto definitivamente importante del abstracto; el pleno empleo de la imaginación.
Nadie tuvo más fe en la capacidad imaginativa que los pintores abstractos. Hay que hacer, sin embargo, algunas presiones. La imaginación resuelta a defenderse sola, sin apoyaturas fuera de sí misma, se reconoce únicamente en los pintores abstractos europeos que siguen una línea sensible y no racional; me refiero a todos aquellos que quedan involucrados en la tendencia que va desde Kandinsky hasta Wools y De Staël. Excluyo, en cambio, a los pintores abstractos geométricos en los cuales la sensación quedaba ajustada a un orden, a una reorganización voluntaria de datos de acuerdo con principios matemáticos (caso Delaunay), o con las relaciones de una metafísica ordenadora (caso Mondrian y Lissitsky). Tampoco considero que sea la imaginación lo que mueve a los artistas norteamericanos abstractos que comienzan a pintar en la década del cuarenta; por el contrario, así como toda la obra de Toby, Rothko y sus epígonos está determinada por principios de transcendencia espiritual, la de Pollock y sus seguidores se apoya exclusivamente sobre la acción de la propia pintura, descartando de manera explícita al poder imaginativo.
Este proceso determina que en las últimas décadas, cuando se marca con nitidez la prevalencia de Estados Unidos en la creación plástica, el arte abstracto entendido como campo de fuerzas cuya reglación sensible estaba a cargo de la imaginación, se haya extinguido visiblemente.
Después de la segunda guerra mundial, algunos pintores de Francia y Alemania intentaron revitalizarlo a través del gestualismo, que no era más que una nomenclatura bastante pobre y falsificada. Para acabar de liquidarlo, en el mismo período los pintores norteamericanos tomaron la delantera de cargar el arte abstracto con contenidos inquisitivos destinados a perturbar las sensaciones visuales hasta crear algo así como un escándalo del ojo; el “op-art”, el “hard-edge”, el “responsive” y los innumerables comportamientos delirantes del expresionismo abstracto, giran sobre el mismo eje.
Aceptando este esquema, se concluye que el arte abstracto, tal como fue planteado en Europa, ya no tiene fuerza de grupo ni ubicación dentro de las modas; sin embargo sobrevive, a nivel de lenguaje individual, en algunos excelentes artistas contemporáneos. Resignadas desarrollarse en esa zona sensible cuya resonancia lírica es prácticamente inaudible; dispuestas asimismo a enfrentar las epítetos negativos de lenguaje muerto, lengua anticuada y caduca o metalenguaje que se les aplica tantas veces en toda injusticia, se despliegan obras como la de Hans Trier en Alemania o la de Arshyle Gorky en Estados Unidos, bien conscientes de su excepcionalidad y de la incomprensión que las acoge.
Faltaría por considerar si entre los pocos pintores abstractos que persisten en seguir esta línea de la pintura, siguen vivas y presentes las dos coordenadas sobre las cuales depositamos el más alto valor de la abstracción. Entonces se comprueba que en muchos casos epigonales se han ido poco a poco debilitando, hasta confundirse en el juego de las formas. Comparando una obra abstracta como la ya citada de Gorky, donde el pintor “parece que juega” pero las tensiones de esa libre acomodación de motivos imaginarios ricos y poderosos sostienen el cuadro sin dejarlo perderse nunca en entretenimientos gratuitos, con las obras puramente lúdicas donde se distribuyen colores de cualquier manera sobre una superficie, hay que establecer una distancia insalvable, la que va de la explotación de las mejores capacidades inventivas a la simple percepción de datos sensibles traspados son elaboración a una tela.
Pienso que este preámbulo era absolutamente necesario para establecer a qué llamo arte abstracto, qué valores lo justifican y cuáles pintores europeos (o europeos trasplantados como Gorky y Hoffman) lo representan cabalmente.
Todo esto viene al caso para encuadrar en una categoría adecuada la obra abstracta de Luis Hernández Cruz, pintor puertorriqueño quien, junto con Olga Albizu, ha llegado a encarnar fuera de la isla los dos únicos puntos de referencia a dicho sistema expresivo.
Luis Hernández Cruz se ha desplazado en varias ocasiones del campo estricto del arte abstracto hacia experimentos ópticos y formales con materiales de actualidad, que no tendré cuenta en esta nota por dos razones: en primer lugar porque no me interesan suficientemente, y en este caso prefiero remitirme a la apreciación de los modelos extranjeros de donde deriva; en segundo lugar, porque conceptúo que lo interesante de Hernández Cruz es su trabajo más parsimonioso y menos espectacular, y es únicamente a ese trabajo al que quiero hacer referencia.
Volviendo a las coordenadas que sostienen el arte abstracto, o sea la creación de un campo autónomo de fuerzas, y la necesidad de dar sentido a dichas fuerzas mediante sensibilidad e imaginación, creo que la obra abstracta de Hernández Cruz, algunos de cuyos ejemplos ilustran esta nota, las reconoce y aplica con verdadero acierto. Este reconocimiento no solo parte de una relación de afinidad con uno de los más puros exponentes del arte abstracto francés, Nicolás de Staël, –(influencia aceptada por Hernández Cruz en un reportaje de San Juan Review)–, sino de una identidad real entre su temperamento con tales datos de estilo.
El arte abstracto es quizás el movimiento moderno que más exige esa identidad, porque se apoya en percepciones sensibles que nadie puede organizar sino ha sido capaz de captarlas previamente. Hernández Cruz las capta y recorre enseguida la corta distancia que media entre la percepción y la realización. En el arte abstracto esa distancia no es tan corta como la que priva en el gestualismo ni tan larga como la que aleja la reconstrucción geométrica u óptica. Es una distancia lo suficientemente corta como para no enfriar la percepción sensible y disponerla en el cuadro de acuerdo con una imaginación activa, penetrada de recursos inesperados.
Esto significa que en un buen cuadro abstracto como el de Hernández Cruz hay una dosis de libertad y también una dosis de control; y que la mayor virtud y constante atractivo de este sistema expresivo radica en que no se producen nunca desafueros excesivos, así se trate de una obra aparentemente repentista como un “impromtu” de Kandinsky, o aparentemente “zen” como las nervaduras playas de Trier. Cuando Luis Hernández Cruzelabora una obra abstracta en pintura, collage o dibujo, es fácil deducir las virtudes de una operación estética que ya vamos viendo que no es, ni mucho menos, tan simple como parece.
La instalación de formas en sus superficies, –grandes y distendidas superficies dominadas por tonos, es genuinamente sorpresiva, pertenece al mejor género de la anotación sensible. La belleza de su anotación es muy poco escandalosa, no goza para nada de los privilegios importantes que benefician la mayoría de las zonas artísticas contemporáneas. Por eso hay que apreciarla en su verdadero contexto, que es el de la poética de las formas, o la “lírica de los signos”, expresión feliz que aplicada en su momento a Klee sigue siendo válida para los últimos pintores abstractos. Hernández Cruz tiene una peculiar capacidad para advertir esos signos líricos; su espíritu dispuesto y atento le permite registrar con finura lo que para otros es imperceptible. Su obra abstracta recoge lo que dicte esa visión llena de pequeñas advertencias, ligeramente atónita ante las revelaciones de la intimidad de las cosas. Todo esto le da una calidad sostenida que corresponde mejor a sus actuales resultados pictóricos, que a los buscados y logrados hace unos años en la abstracción, cuando representó a Puerto Rico en la Primera Bienal de Artistas Jóvenes Latinoamericanos abierta en Washington en 1967; ahora, en efecto, las anotaciones sensibles recorren el cuadro con más libertad, menos esclavizadas a los anudamientos y expansiones de la época anterior, cuando la influencia de Staël era aún notoria y convergía, junto con la obra de Olga Albizu, en un arte abstracto estereotipado que desembocó en fórmulas sin salida. (En Argentina, Brasil, Colombia, Perú, México, se presentaron casos similares).
¿Se plantea, en la pintura actual de Hernández Cruz, la delimitación clara de un campo de fuerzas? Evidentemente sí; las que se desprenden de la ponderada aplicación del color, de la introducción de la pintura como diseño o directamente del dibujo, de las manchas y las zonas cromáticas; dichas fuerzas están relacionadas pero no articuladas entre sí; la relación es siempre más libre, antojadiza e imaginativa que la articulación; el cuadro gana en independencia, acuidad y ligereza de los contenidos; se apoya deliberadamente en un tono menor que por consiguiente no es un defecto, sino el principio mismo de existencia; y se convierte en virtud en una sociedad, como la puertorriqueña y sus hermanas latinoamericanas, siempre amenazada por el discurso retórico.
Moviéndose en un territorio tan condicionado, la obra abstracta de Luis Hernández Cruz puede muy bien ser desestimada o confundida al amparo de la indiscriminación crítica. Para aumentar la desgracia, una de los horrores más comunes en el mundo plástico es borronear y acumular en una superficie una serie de manchones y formas abstractas que lisa y llanamente no son nada, no representan nada ni valen nada; y aunque esta basura no tenga parentesco con el arte abstracto, sigue calificándose como tal. Por eso he creído necesario señalar prolijamente la importancia de la pintura abstracta de Hernández Cruz y su valiosa categoría estética.
Es difícil desprender esta apreciación del hecho, bastante desafortunado, de constituirse en la única obra abstracta de la isla que merece tal calificación. También es difícil deslindar el juicio estético del placer ideológico que experimento al verificar que, cuando Hernández Cruz hace su mejor obra abstracta, se está desentendiendo no sé si voluntariamente o involuntariamente del canto de sirena que desvía a los artistas jóvenes hacia las reglas de juego del imperio; y por lo tanto es en esos momentos que se zafa del denigrante “way out” que tratan de endilgarle.
Por última instancia, no estoy muy segura de que estos dos factores no deban sumarse a la estimación estética. Al fin y al cabo la refuerzan al darle una dimensión más comprensiva de todas las circunstancias que operan a su alrededor.
Arte Visuales Revista Puertorriqueña de Arte
Año 1 – 1971 – No. 5
Pag. 6-8 & 26
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